Cada tanto, se me da por recordar la mejor atajada de mi vida: con mano cambiada, sobre el ángulo superior izquierdo de mi arco, una tarde de 1985.
Dicho así suena como un recuerdo digno, respetable. Pero si agrego algunas precisiones, la evocación se desluce, se empequeñece, se convierte en apenas un “recuerdito”, así en diminutivo. Un recuerdito doméstico, un poco suburbano. Porque esa atajada, la mejor de mi vida, se produjo en un partido intrascendente, de esos que los pibes de quinto año jugábamos antes de las clases de educación física en la canchita de tierra del Nacional Manuel Dorrego de Morón, una tarde cualquiera de un día como todos los otros.
Pero así son las cosas, me guste o no me guste. Uno no puede elegir el fulgor de los momentos, ni su oportunidad, ni su contexto.
Sería mejor, más digno, que mi atajada hubiera tenido lugar en una cancha profesional, durante un partido de primera, con las tribunas repletas y las cámaras de televisión atentas y los relatores de radio enardecidos. Sería mejor, más digno, que yo pudiese hoy, veinticinco años después, recurrir a un videocasete y recuperar en él todos los brillos, y los flashes, y el uuuuuhhhh prolongado de los hinchas atónitos. Pero no se me dio. Esa no fue mi vida. A mí me tocó esta leyenda chiquita, esta epopeya sin mayúsculas.
Unos metros afuera de mi área, Rodrigo Manigot, de quinto octava, se dispone a pegarle un terrible derechazo a una bola que le ha quedado en el mejor lugar y del mejor modo. No le llega picando ni pegada al piso. No le llega girando sobre sí misma con un efecto extraño. No le viene a la pierna menos hábil. Nada de eso. Le llega perfecta y al lugar justo. Le llega ideal para retroceder la pierna derecha y generar el más amplio y enérgico recorrido y darle con alma y vida y mandarla a guardar en mi pobre arco de madera.
Ahí estoy yo. A los diecisiete, todavía conservo alguna remota esperanza de atajar “en serio”. De que alguien me descubra. De que me lleven a algún club. De que me paguen por hacer lo que más me gusta.
Atajo desde siempre, o desde que descubrí que en el arco puedo ser distinto, necesario, útil a los míos. Atajo desde que me di cuenta, a los diez años, que para ser arquero lo más importante no es el talento sino las agallas, la voluntad, los huevos. Por supuesto que hay que tener técnica. Volar de palo a palo. Achicar a los delanteros que entran con pelota dominada. Descolgar centros. Pero sobre todo, para ser arquero hay que estar dispuesto a tapar con la cara, la panza, las piernas, los dientes o la espalda, con lo que sea con tal de que la pelota no entre. Supongo que a los diecisiete voy al arco, entre otras cosas, porque combino cierta predilección por la soledad, una buena disposición para el sacrificio y una resignada serenidad para aceptar los golpes y la responsabilidad.
Jugar afuera, en cambio, me genera ansiedad, dudas. Y en la adolescencia no me gusta dudar, ni sentirme inseguro. Demasiados pases posibles, demasiados imponderables, demasiados compañeros y rivales frente a nosotros y a nuestra espalda, demasiadas decisiones a tomar. No me gusta eso. En el arco es distinto: yo solito con mi alma el mandato simplísimo de que no me vacunen. Eso solo. Nada más. El año anterior, de una patada me han roto el dedo meñique de la mano derecha. Este año, el pulgar de la izquierda. No importa. Tampoco valen nada las quemaduras perpetuas en los muslos porque juego en canchas chúcaras que tienen piedras y tierra en lugar de pasto. Ni me asusta que mi vieja se asuste de esas úlceras (así las llama ella, que es odontóloga) que se me forman en las rodillas, producto de abrirme las lastimaduras tarde a tarde, porque jamás les doy tiempo de cicatrizar. No importa.
Cuando sea más grande, a los veintipico, voy a cansarme de jugar al arco, e intentaré encontrar mi sitio en otro lugar de la cancha. Estaré harto de los dolores en las rodillas, de las torceduras de los dedos, del recuerdo persistente del gol que me hice yo solito y nos hizo perder aquel partido. Pero en 1985 todavía no. Porque conservo la esperanza de que me vean, de que me llamen, de convertirme en jugador en serio, aunque en lugar de ir a probarme a Vélez o a Ferro lo que hago sea malgastar mi tiempo y mis articulaciones en esos partidos inútiles con mis compañeros en el Nacional de Morón.
Pero volvamos al delantero y a su jugada de gol. Rodrigo Manigot es flaco, alto, tiene las piernas larguísimas. Es veloz, de tranco largo, habilidoso a pesar de la altura. Y sobre todo, le pega a la pelota con un fierro. Seco, esquinado, un peligro. En ese fútbol en el que todos tratan de meterse al arco con pelota y todo (y que a mí me favorece, porque lo que mejor hago es salir a achicar), es uno de los pocos pibes de la escuela que se animan a pegarle desde afuera del área.
Y entonces arranca la mejor atajada de mi historia. Por el rival, por el derechazo que va a sacar, porque la pelota va a ir al ángulo superior izquierdo del arco que da al gimnasio en la canchita del Nacional de Morón, y porque yo sé todo eso un segundo antes de que ocurra. Es que, a veces, el fútbol nos permite eso. Saber las cosas que van a pasar antes de que pasen. Saber si a tu equipo van a embocarlo a la primera de cambio. Saber si ese petisito que acaban de traer es un crack o es un paquete. Saber si este clásico lo vas a ganar o te llenan la canasta. Una especie de gimnasia de anticipación, producto de jugar y jugar, de mirar y mirar, durante horas y horas y años y años de fútbol.
Por supuesto que eso no sucede siempre. De lo contrario, los futboleros mereceríamos manejar los hilos de la humanidad y el destino de la patria. También nos equivocamos, seguido y profundo. Pero a veces no. A veces, sabemos lo que va a ocurrir antes de que pase. Y experimentamos la sensación gozosa y errática y fugaz de que la vida nos sigue el tranco a nosotros y no al revés, como pasa siempre.
Y yo, a los diecisiete, esa tarde que para todo el mundo menos para mí es una tarde como todas las otras, apenas lo veo a Manigot preparando el bombazo me adelanto a dar un paso hacia mi izquierda, para tomar envión. No necesito sentir el golpe seco que su pie derecho le pega a la pelota. Ni necesito ver la trayectoria. Todo eso ya lo sé. Lo único que preciso es seguir subiendo en el aire. Yendo y yendo, hacia arriba y hacia la izquierda, hacia el ángulo esquivo de mi arco. No voy detrás de la pelota a intentar sacarla. Voy al encuentro del balón, que no es lo mismo. Mi cabeza y mi vuelo tan tan por delante del asunto que casi se trata de colgarme del aire para esperarlo.
Igual es un balinazo, claro. Un tiro recto que viene casi en llamas. Por eso tengo que girar en el aire y cambiar la mano. Para lograr ese poquito de aceleración que me falta. Para colmo de bienes, algún comedido de quinto octava ya está gritando el gol. Y no hay nada más lindo que tus rivales griten gol en una bola que vos, solo vos, que sos el arquero, sabés que no va a ser gol. Apropiarte del grito, engullirlo, aplastarlo entre tus manos enguantadas. Y mientras lo hacés, anticipás el grito de los tuyos, que no pueden creer que los hayas salvado, que hayas sabido salirle al cruce al destino. Ese grito agradecido que te compensa de todos los golpes y todas las quemaduras y todos los insomnios que te chupaste y te vas a seguir chupando por todos los goles idiotas que te has comido y habrás de comerte.
Y ahí va el manotazo con mano cambiada, del arquero que, como dirían los relatores de antes, “se hace junco en el ángulo superior izquierdo”. Y mientras caigo al suelo, mientras me lleno de tierra, mientras mis amigos festejan, escucho un clap, clap, clap al que no estoy acostumbrado. Abro los ojos en la nube de tierra que mi aterrizaje ha levantado. Contra la pared del bufet, tres chicas (¡sí, tres chicas!) que no tienen ni idea de fútbol pero aplauden mi atajada. A veces la felicidad es así: te asalta completa y redondita.
Muchas veces, desde 1985, he de recordar esa tarde o más bien, ese momento de ese partido de esa tarde. A Rodrigo Manigot no vuelvo a verlo. Hasta que 25 años después nos encontramos en un festejo de egresados 85 del Colegio Nacional Manuel Dorrego de Morón. Y Manigot me dice algo que me deja helado: me cuenta que el mejor gol de su vida me lo hizo a mí, en alguno de esos desafíos de quinto contra quinto del año 85, en la canchita de tierra de la escuela, el 4 a 3 de un partido chivo que se resolvió con uno de sus zapatazos terroríficos.
Yo no recuerdo ese gol, pero sé que me dice la verdad. Cómo no le voy a creer si a mí me pasa lo contrario, que en este caso quiere decir que me pasa lo mismo. Otro partido, el mismo rival, otra jugada, la misma cancha.
Me vuelvo a mi casa pensando que alguna vez tendré que escribir esta historia. Aunque me dé un poco de pudor hablar de mí. O un poco de vergüenza esto de situar mi magia y mi leyenda en un partidito de morondanga, en cancha de siete, en un desafío cualunque de una tarde ordinaria. Pero uno no elige el momento en que lo asaltan los milagros.
La bola en llamas rumbo al ángulo. Mi vuelo tenaz de arquero esclarecido. La mano cambiada, el cielo y tres aplausos sueltos. Hay tantos paraísos como personas sueltas por ahí.
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